lunes, 26 de marzo de 2012

Thomas Merton - Los Bárbaros están entre nosotros (1964)

Traducción: Miguel Grinberg
Publicado en Cristianismo y Revolución, Nº 1, 1966

La concentración que culminó la "Marcha sobre Washington", agosto 1963
Durante dos años ha habido en los Estados Unidos una incuestionable sensación de “kairos”: entre una minoría de cristianos alertas y progresistas se trata de una sensación de examen y oportunidad providenciales, mientras que entre otros (la mayoría más confundida) se trata de una sensación de combate apocalíptico. En el movimiento negro cristiano no-violento que guía Martín Luther King, el “kairos”, el “tiempo providencial”, ha sido asumido con una respuesta valerosa y esclarecida. La militancia negra no-violenta por los derechos cívicos ha sido una de las más positivas y exitosas expresiones de acción social cristiana que se haya visto en parte alguna durante el siglo veinte. Ciertamente, se trata del más grande ejemplo de fe cristiana en acción a lo largo de la historia social de los Estados Unidos.

Ha surgido casi enteramente de los negros, con el apoyo de algunos cristianos y liberales blancos. No cabe duda que el heroísmo cristiano exteriorizado por los negros durante la manifestación de Birmingham, o la calma y el orden masivo de la Marcha sobre Washington en agosto de 1963, tuvieron mucho que ver con la promulgación del Acta de los Derechos Cívicos. Debe admitirse también, como ha señalado el líder no-violento negro Bayard Rustin, que sin la cristiana intervención de los protestantes y católicos blancos de todo el país, el Acta no habría sido votada. El hecho que haya ahora una Ley de Derechos Cívicos garantizando, al menos “de jure”, la libertad de todos los ciudadanos para gozar equitativamente las ventajas del país, se debe a algo que en los Estados Unidos podría llamarse tanto conciencia cristiana como conciencia humanitaria y liberal.

Sin embargo, la promulgación del Acta ha sacado a luz el problema real. La batalla por los derechos entra ahora en una etapa nueva y más difícil.

Hasta aquí, los bien intencionados y los idealistas dieron por sentado que si se aprobaba la legislación necesaria, las dos razas podrían “integrarse” más o menos naturalmente, no sin cierto margen de dificultades, por supuesto, pero no por ello menos efectivamente. Tal idea daba por sentado también un respeto universal por la ley y el orden. Pero si hay algo que ha quedado profusamente en claro a través de la prolongada y agria lucha del Sur para impedir que la legislación de los derechos cívicos fuera promulgada o ejecutada, es que tanto los legisladores como la policía, y por cierto todos aquellos a quienes puede llamarse “Establishment” (“el establecimiento”), parecen ser los primeros en desafiar la ley o en ponerla de lado cuando sus propios intereses son amenazados.

Y entonces hay muchos que piensan que la no-violencia no ha logrado un éxito completo e incuestionable. Se la considera ilusoria y muy ingenua. Por ambas partes hay más y más charla sobre acción violenta, a medida que con mayor claridad se ve que la Ley de los Derechos Cívicos no ha solucionado realmente el problema racial y que en realidad la existencia del negro en el “ghetto” sólo ha quedado mejor y más estrictamente definida por su incapacidad para sacar ventajas de los derechos que le han sido concedidos demasiado tarde.

Durante la época de los “sit-in’s” (protestas-sentadas) alguien observó que si se hubiese atendido a los negros en los comedores ellos no habrían podido pagar la cuenta. Ahora que se les ha otorgado el derecho para entrar a cualquier hotel o a cualquier restaurante, eso no significa que dispongan del dinero para hacerlo, y cada vez se les hace más difícil conseguir empleo.

El negro es integrado por ley a una sociedad en la que realmente no hay sitio para él —aunque podría hacérsele espacio, sin la mayoría blanca fuera capaz de quererlo como hermano y conciudadano-. Pero hasta aquellos que teóricamente estuvieron en favor de los Derechos Cívicos se están volviendo concretamente reacios a aceptar al negro como vecino. Después de muchos años de combate amargo y de decepción, el negro tiene clara conciencia de ello, lo cual ha afectado seriamente sus actitudes. Durante trecientos años el negro ha sufrido quieta y pacientemente, creyendo a los pocos blancos que le aseguraban que al final se integraría con la sociedad blanca. Ahora que es integrado por ley y rechazado de hecho, su amargura se ha convertido en desprecio por una sociedad que se le ha revelado con todos sus defectos y que ha monopolizado todos los beneficios. Ahora que el negro tiene plenos derechos como ciudadano estadounidense, tal vez después de todo no quiera esos derechos. Quizá está comenzando a querer otra cosa —una oportunidad para descargar su amargura mediante la protesta— y mediante el sabotaje, en actos violentos que desbaratarían un “orden” social que a él le luce como vacío y fraudulento.
El problema es mucho más complejo, mucho más trágico que lo que la gente ha imaginado. Para empezar, hay algo que trasciende los Estados Unidos. Afecta al mundo entero. El problema racial en los Estados Unidos ha sido analizado (por ejemplo, escritores como Willian Faulkner) como un problema de culpa profunda por el pecado de esclavización. La culpa de la América blanca hacia el negro es simplemente otra versión de la culpa del colonizador europeo hacia todas las otras razas del planeta, ya sea en Asia, África, América o la Polinesia. La crisis racial de los Estados Unidos ha sido justamente diagnosticada como una “crisis colonial” dentro del país antes que en un continente lejano. Pero sin embargo, está íntimamente ligada a los problemas de Estados Unidos en el Sudeste asiático y en Latinoamérica, particularmente con Cuba.

Esto no parece haber sido suficiente o claramente percibido. El celo del presidente Johnson por los derechos cívicos no armoniza demasiado bien con sus actitudes belicistas en Viet Nam. En esto, el extremista de derecha Goldwater es más consistente, y podría decirse que Goldwater es tal vez más representativo del pensamiento de muchos estadounidenses “promedio” de lo que la gente cree.

Este no es un problema pequeño. Es una señal de que los estaunidenses tienden a contentarse con
apreciaciones super-simplificadas y superficiales de un conflicto muy hondo, en el cual está cuestionada la identidad y el futuro de su país, junto con la autenticidad de sus proclamas de Democracia y Cristiandad. Pues aunque de hecho hay en los Estados Unidos una amplia cantidad de no creyentes, aquí la sociedad tiende a considerarse vagamente “cristiana”, y los políticos tienen el hábito de señalarlo orgullosamente. Lo perturbador es que algunos de los que se consideran a sí mismos como los creyentes más fervorosos son, en política, seguidores de un extremista como Goldwater.

En uno de los grandes motines de 1964, el de Harlem a mediados de julio, cuando las calles estaban llenas de gente en confusión, corrida por la policía; cuando ladrillos y botellas llovían desde los tejados y la policía hacía disparos al aire (no sin matar a un hombre y herir a algunos otros), un capitán de la policía trató de dispersar a los manifestantes gritándoles a través de un megáfono: “Go home! Go home!” (¡Vayan a casa!)

Desde la multitud una voz respondió; “¡Estamos en casa, baby!”

La ironía de esta expresión, y su humor, resumen el problema estadounidense. El negro no tiene adonde ir. Está donde está. La América blanca lo ha puesto allí. La tendencia general ha sido proceder como si no estuviera, o como si pudiera irse a alguna otra parte. El mismo negro norteamericano ha tratado de volver al África, pero el plan fue ridículo. Aún ahora, los nacionalistas negros reclaman que se les dé a los negros una parte del país —para que puedan vivir allí por sí mismos. Uno de los objetivos de la violencia que esos racistas negros fomentan activamente, es hacer que la sociedad blanca se los saque de encima voluntariosa y gozosamente. Persiste el hecho de que el negro habita ahora la morada que le ha dado el hombre blanco: las tres millas cuadradas de ruinosos conventillos que forman el “ghetto” de Harlem, prototipo de todos los “ghettos” negros de Estados Unidos, llenos de crimen, miseria, promiscuidad, uso de drogas, prostitución, guerra pandillera, odio y desesperación.

Y siendo así Harlem un problema, considerar sólo su lado negativo no lo aminorará. Para los que piensan únicamente en la existencia de prostitutas y criminales, Harlem entra a formar parte del generalizado y obsesivo mito nacional del “negro malo”. No obstante, la mayor parte de la población de Harlem son hombres y mujeres buenos, pacíficos, amables y de largo sufrimiento, socialmente inseguros pero más se ha pecado en su contra que lo que tengan de pecadores.
Lo que debe sorprender no son las demostraciones masivas y las manifestaciones ocasionales, tampoco la delincuencia juvenil y menos las más y más deliberadas excursiones de pequeños grupos violentos hacia otras áreas de la ciudad para golpear a la gente blanca y robarla. Lo sorprendente es la persistencia del coraje, la ironía, el humor, la paciencia y la esperanza en Harlem!

Cualquiera que conozca Harlem sabe que se caracteriza por una cosa sobre todas las demás: no por la fealdad, la promiscuidad, el vicio o la violencia, sino por los gritos de miles de niños que juegan en sus calles. Eso es Harlem: abierta baraúnda y risas de niños que crecerán hasta convertirse en otra generación más numerosa y más encerrada en problemas y acusaciones a la sociedad blanca

¿Y acaso no hay otras sugerencias e ironías en el grito “Go home” a los negros de Harlem? Obviamente, recuerda a todos el “Yanqui, go home” que se ha oído por toda Latinoamérica. Y el yanqui, si quiere, puede encogerse de hombros a “ir a casa” desde Brasil, Perú o Venezuela, simplemente dejando a su agente para supervisar las minas, las plantaciones, y sus otras inversiones. Pero en Nueva York no hay un irse a casa. Estamos todos en casa, sentados y mirándonos unos a otros, conjeturando qué es lo que va a suceder.

Y también en el Sur no hay adonde ir a casa. Estamos todos en casa, completamente en casa. Aunque en el Sur existe aún el agitador norteño que siempre es (ese es un auto de fe, de fe cristiana precisamente) un “agente rojo” al que se le puede decir que vuelva a casa y a quien, si rehúsa, se lo puede asesinar por intruso.

El Sur tiene que probar todavía la profundidad de la herida que representa la desesperanza de la situación norteña. En el Sur hay aún aparentemente algo por lo que luchar. Queda todavía la cuestión de que el negro obtenga el poder de ejercer su derecho a votar. (He aquí una de las ambigüedades de la batalla: uno puede tener un “derecho” sin poseer poder alguno para ejercerlo.) En el Norte, es más probable que “poder” y “derecho” coexistan: pero en ambos casos resultan a menudo igualmente carentes de significado.

En cualquier crisis espiritual del individuo, es puesta en tela de juicio la verdad y la autenticidad de la identidad espiritual de la persona. El individuo es colocado en confrontación con la realidad, y juzgado por su aptitud para asumir una relación válida y viviente con las demandas de la nueva situación. En las crisis espirituales, sociales o históricas de las civilizaciones —y de las instituciones religiosas— se aplica igual principio. El crecimiento, la sobrevivencia y hasta la salvación, pueden depender de la capacidad para sacrificar lo que es ficticio o inauténtico en la construcción de la propia identidad moral, religiosa y nacional. Entonces, uno debe ingresar en una dificultosa tarea creativa de reconstrucción y renovación. Dicha tarea puede ser consumada sólo en un clima de fe, esperanza y amor: las tres condiciones deben estar presentes de alguna manera, inclusive si únicamente fundan una creencia natural en la validez y la significación de la opción humana, una decisión para investir a la vida humana con alguna sombra de significado, una voluntad de tratar a los otros hombres como a semejantes.
Hace tiempo, Gandhi señaló que la democracia occidental estaba puesta a prueba. No hay necesidad de que yo muestre aquí en cuántos sentidos son cuestionables los conceptos norteamericanos de Democracia y Cristiandad.

El problema del cristianismo estadounidense es el mismo problema del cristianismo en cualquier otra parte: el cristianismo está sufriendo una crisis de identidad y autenticidad, y está siendo juzgado por la aptitud de los mismos cristianos para abandonar inauténticas y anacrónicas imágenes y seguridades, a fin de hallar un nuevo lugar en el mundo mediante una re-evaluación del mundo y una nueva participación en él.

En la crisis estadounidense lo cristiano enfrente una alternativa típica: o halla seguridad y orden retrocediendo hacia concepciones antiguas y básicamente feudales, o va adelante hacia el futuro desconocido, identificándose con las fuerzas que inevitablemente crearán una nueva sociedad. La opción está entre la “seguridad” basada en la negación de lo nuevo y la reafirmación de lo familiar, o el riesgo creativo del amor y la gracia en soluciones nuevas y no intentadas.

En particular, la opción se reduce a decidir entre un conservadurismo eclesiástico basado en el “status quo” social y político; o en un cristianismo más radical que, sin identificarse políticamente con la revolución, pueda existir y cumplir su cristiana función en una diáspora revolucionaria.

Dicho cristianismo debe estar completamente libre de una adhesión a cualquier forma social que por propia naturaleza se halle comprometida con la violencia, la guerra, la explotación y la opresión a fin de sobrevivir.

En la crisis racial, lo cristiano tiene que elegir ahora entre aquellos que desconfían del negro y exigen que sea mantenido en línea mediante la fuerza, o aquellos que todavía creen en el poder superior de la verdad y el amor, y que intentan luchar por la unidad, la comprensión, la amistad, el amor entre las razas, la integración en todos los niveles comenzando con lo material y lo social, y ascendiendo luego hacia lo espiritual.

En la crisis racial estadounidense, los principios cristianos no siempre son explícitamente invocados. En verdad, uno desearía que se apelara a ellos más a menudo, especialmente los católicos que tienen acceso a directivas muy claras, al menos en las encíclicas de Papas recientes. “Mater et Magistra” y “Pacem in Terris” han sido precisas y enérgicas en el tema de la injusticia racial y el prejuicio.

Raras veces se las ha citado. La jerarquía católica norteamericana ha condenado la intolerancia racial y la segregación mediante una declaración que, sin embargo, como muchas declaraciones no es siquiera oída o leída por la mayoría de los católicos. Ha habido cierta preocupación al respecto por parte de sacerdotes y laicos aquí y allá: pero esta cuestión de “Hermanos del Mundo” ha sido discutida más plenamente en otras comarcas.

El real problema cristiano de la crisis racial en los Estados Unidos, ha de hallarse no en las declaraciones oficiales de diversos grupos religiosos, sino en el comportamiento real y en el credo de esos que no sólo se autocalifican como cristianos, sino que se consideran motivados por la fe cristiana y resisten con ardor la integración del negro a la vida americana.

Por supuesto, ello se encuentra primero que todo entre los racistas sureños que pertenecen a varias sectas protestantes. Este hecho debe ser enfrentado plenamente: los blancos que luchan por los derechos cívicos son frecuentemente cristianos, pero a menudo son simplemente liberales o radicales en el orden político y tienden a basar su acción en una ideología humanitaria y democrática, lo cual equivale a principios del liberalismo político. Entretanto, la acción contra los derechos cívicos, mientras que socialmente es conservadora, también apela a ciertas ideas fundamentalmente cristianas. La oposición racista a la integración a menudo luce orgullosa de sus antecedentes “cristianos”. Parece increíble, pero es cierto no sólo en sectas proverbialmente fanáticas del área de la Biblia y poco instruidas, sino también en algunos católicos. Es cierto en todo tipo de cristianos, no sólo en el Sur sino, comenzamos a verlo ahora, en otros puntos del país igualmente.

Están por supuesto las bien conocidas referencias a ciertos textos, especialmente del Viejo Testamento, para probar que los negros son “esencialmente inferiores” y que “Dios quiere” que sean segregados y “mantenidos en sus lugares”. Permitirles dejar su lugar —su “hogar”, el “ghetto”— es hacerles algo perjudicial. Demostraría falta de caridad. Tal clase de argumentación con la que uno se topa hoy por todas partes en el Sur, está llena de una aparentemente sincera convicción de que el negro quiere estar separado, que quiere que lo dejen solo en el autobús segregado esperando sitio, que quiere tener sus propios restaurantes, y que los “agitadores” que los incitan a “mezclarse” cometen un gratuito acto de crueldad y de ciega injusticia.

“Mezclarse”, calculan, no puede beneficiar a nadie, y a la larga producirá en el negro mayores sufrimientos e inadaptación. En consecuencia, inclusive en el terreno de la “caridad” y la “justicia” se sostiene que la segregación es realmente la 6enda más cristiana.

Examinar el razonamiento que arrastra toda esta argumentación sería fútil. Los argumentos sureños contra la integración están basados en presunciones históricas que se han convertido no sólo en axiomas sino en autos de fe. Y como tales, han venido por cierto a formar parte del credo “cristiano” de muchos norteamericanos. Estos autos de fe son simplemente racionalizaciones de la “derechura” del conservadorismo y de su oposición a nuevos rumbos. Pero ambas cosas se combinan para formar una mística del racismo, el conservadorismo y el belicismo muy poderosa y verdaderamente fanática, que con extrema facilidad viste la armadura del cruzadista cristiano.

Nos enfrentamos con un hecho social de gravísima importancia: con o sin apelar a la “razón”, en los Estados Unidos hay cada vez más gente que está suficientemente perturbada por la cuestión racial como para asesinar y oprimir a otras gentes en nombre de la verdad, la libertad e incluso de Cristo.

Esto constituye un problema de seria magnitud para el cristianismo en todo lugar, especialmente cuando lo vinculamos con la violencia de ciertos católicos franceses contra los nordafricanos, o con la aceptación por parte de los católicos alemanes en bloque, de la escandalosa política genocida de Hitler y de su obviamente injusta guerra contra Polonia. ¡Y tenemos también el caso de la Angola “católica”!

Si los bautistas sureños de los Estados Unidos claman que es Dios quien desea que los negros permanezcan en una posición inferior “por El ordenada”, no olvidemos que durante siglos los cristianos europeos han estado convencidos, y todavía lo están sin duda, de que los judíos pertenecen al “ghetto”. Y el grito “Deus vult” resonó mientras los caballeros cristianos corrían no sólo para unirse a la batalla con los sarracenos sino también para saquear a Constantinopla. Pocos cristianos han tenido la perspicacia de un Louis Massignon para entender las reales dimensiones espirituales del problema de la relación de la Cristiandad con el Islam.

El destino del “capítulo judío” en el Segundo Concilio Vaticano no ha sido decidido, y hasta hay una obra teatral que ha cuestionado la actitud de la Iglesia hacia los judíos y la ha acusado de preferir en este asunto la conveniencia política antes que la verdad y la justicia! No nos corresponde a nosotros juzgar, pero como cristianos no podemos eludir las dolorosas preguntas que otros, sin nosotros, están formulando y respondiendo.

Quizá el siguiente relato de un hecho verdadero de alguna pauta sobre el problema cristiano en la crisis racial y social de los Estados Unidos.

Un día después del asesinato del presidente Kennedy, un católico de Los Angeles (no de Dallas) dijo a su esposa que iba a una misa por el descanso del presidente fallecido. Su mujer, que como él era miembro de un grupo de extrema derecha, dijo: “¿De qué sirve ir a una misa por Kennedy? ¡Si está en el infierno!” El marido, que aún conservaba cierta capacidad para el sentimiento humano y cristiano, y que todavía poseía un poco de sentido común, lamentó amargamente que él y su esposa hubieran aprendido a pensar de tal modo. Esta increíble condenación de una bien intencionada víctima de la violencia no es de manera alguna poco común. Forma parte de la violencia del Sur estadounidense —y de otros lugares de los Estados Unidos. Es parte de la “violencia cristiana” que, desafortunadamente, ha empezado a prevalecer mucho más que la no-violencia cristiana.

Políticos que fueron a hablar a ciudades de Texas, han sido zaheridos y amenazados triunfantemente con el fuego infernal por grupos de convencidos derechistas cristianos. Esto muestra claramente que un bastardo “ersatz” de fe cristiana ha entrado a participar de alguna manera en la crisis social y particularmente racial en los Estados Unidos. No es posible llamarlo “fe”, y sin embargo es una especie de fe, un fanatismo y una mística que posee ciertas características definidas, una seudo-religión política y social que exhibe también síntomas de paranoia masiva. La base de este “credo” no es meramente la idea de que una raza es superior a otra, o que un país es superior a otro. Es una especie de visión apocalíptica del mundo, que acciona obsesionada por la amenaza de un mal tan grande que sólo puede ser entendido en términos míticos y quasi-religiosos.

La mística del derechismo cristiano estadounidense —una mística de violencia, de amenazas apocalípticas, de odio y de juicio final— es tal vez sólo una manifestación más exagerada y más irracional de una actitud más bien universal común al cristiano en muchos países. O sea, la convicción de que el gran mal del mundo actual puede identificarse con el comunismo, y que ser cristiano es simplemente ser anti-comunista. El comunismo se vuelve entonces el anticristo. El comunismo pasa a ser la fuente de todos los problemas, de todos los conflictos. Todos los males del mundo pueden adjudicarse a las maquinaciones de los comunistas.

No hay duda de que el comunismo, particularmente el de tipo stalinista, ha sido culpable de grandes crímenes contra la Humanidad. También es bastante cierto que el totalitarismo asfixiante y el rígido dogmatismo político de los comunistas es a menudo tan fanático como la mística de violencia y opresión que sostienen los derechistas. Pero el apocalíptico miedo al comunismo que juega un gran rol en el cristianismo de algunos norteamericanos —y el de algunos europeos— se ha transformado en un miedo a la revolución y verdaderamente en un miedo a cualquier forma de cambio social que pueda alterar el “status quo”.

El motivo por el cual la señora de Los Angeles creía que Kennedy estaba en el infierno era que ella, junto con otros de su filiación política, consideraba a Kennedy un “comunista” —porque de hecho él era un “progresista”. Esto, también, resulta increíble. Sin embargo es un axioma evidente por sí mismo, sino un auto de fe, entre los derechistas cristianos de los Estados Unidos, que no hay término medio entre la extrema derecha y el comunismo. Hasta Eisenhower fue acusado, por miembros de la Sociedad John Birch, de estar corrompido por el comunismo.

Dicha “fe” está nutrida ciertamente por la absorbente sensación del “misterio de la iniquidad”. Tal sentimiento quasi-religioso del mal y la condena, es impermeable a la verdad de los hechos. No importa lo que pueda decirse sobre los métodos o creencias evidentemente no-comunistas de éste o aquél personaje público; el derechista posee siempre “información de adentro” a la cual usted no tiene acceso. El sabe cómo cada sector del Gobierno, todas las instituciones educativas e incluso la Iglesia han sido “infiltradas”. El sabe que los jueces de la Corte Suprema son agentes de Moscú! Y aunque usted sea un sacerdote, si sostiene ideas progresistas se vuelve, si no un comunista, entonces por lo menos “un idiota útil de los agentes rojos”.

Este tipo de razonamiento no sería nada más que un buen chiste, si aquellos que sostienen tales ideas no tuvieran a su disposición un poder tan inmenso.

Esta mentalidad que he resumido como de “violencia cristiana” se hace más y más irracional a medida que se ajusta a la mitología provincial y al puritanismo del Sur y el Oeste norteamericanos. Ello implica una combinación de la absoluta convicción de la propia rectitud e integridad con la capacidad de aprobar el uso de cualquier medio, sea violento, sea extremo, a fin de defender lo que uno siente, subjetivamente, como justo. El senador Goldwater ha salido ya con la clara afirmación de que el extremismo en defensa de la propia mitología particular “no es un vicio” —en otras palabras: el fin justifica los medios. Tal es el axioma del totalismo. Pues el totalismo no admite distinciones ni significados parciales. “Nuestro lado” tiene razón totalmente, cualquier otro está diabólicamente pervertido. Cualquier vacilación en oponerse y destruir al diablo es, por supuesto, un compromiso con el mismo Infierno!

Naturalmente, este sintético y arrollador “coraje” está compuesto por muchas dudas inconscientes y por temores reprimidos. No todos los temores son reprimibles. Pero toman una forma más o menos simbólica. No cabe duda que los racistas sureños admiten de buena gana cierto temor al negro. El miedo es parte de su mística y explica por cierto una gran porción de su poder emocional.

Se trata del la cuasi-mística obsesión sobre el negro demonio que acecha entre los arbustos para violar a las virginales hijas blancas del Viejo Sur.

Lo que sigue no es una invención. Estas palabras son citas de un texto de un senador sureño, Tillman, de Carolina del Sur quien, en 1907, justificó el linchamiento ante el Senado de los Estados Unidos.

Tras invitar a un senador norteño a imaginar a su hija viajando sola de noche por un camino sureño, expresa:

“Un oculto demonio que ha esperado esta oportunidad la atrapa, etc…. La joven, así mancillada y brutalizada, se arrastra hasta su padre y le cuenta lo sucedido. ¿Hay aquí algún hombre con sangre roja en sus venas que ignore los impulsos sentidos por el padre? ¿Acaso debe extrañar que toda la campiña se alce como un solo hombre, con el rostro severo, para buscar al bruto que ha forjado tal infamia? ¿Y acaso tal criatura, porque tiene el semblante de un hombre, puede apelar a la Ley? ¿Podrían los hombres de sangre fría pararse y exigir para él el derecho a un limpio proceso y ser castigado según el curso regular de la justicia? En lo que a mí respecta, él se ha puesto a sí mismo fuera de la esfera de la Ley, humana o divina. Ha pecado contra el Espíritu Santo…”. (Citado en la obra documental “In White América” —En la América Blanca— por Martin Duberman, Cambridge, Mass. 1964, pág. 51).

La verdad literal eclipsa aquí toda caricatura, y nos da una pista de la mentalidad y la mística de la “violencia cristiana” que ha venido tomando cuerpo aquí y allá por todos los Estados Unidos, no sólo entre sectas fanáticas y no sólo en el Sur.

La intensidad de esa emoción y el miedo sacro y obsesivo, alzándose desde niveles subliminales y llegando a la conciencia con la pánica convicción del peligro espiritual, juzga todo lo que parece amenazador y lo llama diabólico. Pero todo luce amenazador, y por lo tanto la más inocente de las oposiciones o las más leves opiniones de disensión, desencadenan las más violentas, extremas y crueles represiones. En la actualidad, la seudo-mística sureña de obsesiones sexuales y raciales (y por supuesto que han habido violaciones y seducciones, de blancas por negros, como muchas más de negras por blancos) aparece ahora ligada al más hondo y universal miedo a la revolución. Esta combinación produce un clima peculiarmente potente de intolerancia agresiva, sospecha, odio y miedo. Cuando consideramos que esta fe auto-justiciera y seudo-religiosa tiene su dedo terriblemente cerca del botón que dispara los cohetes intercontinentales, eso nos da abundante materia prima para la meditación.

El negro estadounidense tiene bastante conciencia de estas obsesiones que a él se refieren. Nota mejor que el benevolente liberal blanco hasta qué punto estos temores subliminales existen en todos los estadounidenses blancos. Las tensiones creadas por esta peligrosa situación han de crecer a medida que el negro, conscientemente o de otro modo, renuncie a sus aspiraciones esperanzadas y amistosas y comience a probar su capacidad para sacudir los basamentos de la sociedad blanca mediante la influencia del citado temor. Personalmente, no creo que la mayor parte de los negros, inclusive ahora, enfoquen una verdadera revolución social. Ciertamente no hay un programa revolucionario bien planeado y de carácter nacional. Más bien ocurre que el negro está respondiendo a las obsesiones, la culpa y la confusión del blanco que estimula su temor y su violencia, para responder así con violencia. De tal modo, al final, los terrores obsesivos rumiados por los blancos se están resolviendo hacia una profecía auto-realizable. El negro se rebelará no porque particularmente lo desea, sino porque se espera que lo haga y porque este fardo de expectación expresada a medias es para él una carga demasiado grande. Así, aunque todavía hay millones de negros que sólo desean olvidar al blanco y vivir con él en paz pasándola junto a él lo mejor posible, el miedo y la culpa del blanco no le permitirán que lo haga.
Ciertamente, la acción cristiana no-violenta continuará: debe continuar. Pero probablemente ya no en un rol principal en el dictado de la política del movimiento por los derechos cívicos, excepto en áreas limitadas. La batalla es demasiado grande como para que los líderes no-violentos puedan controlarla.

Los Estados Unidos están probablemente entrando en un período de abierta y esporádica guerrilla civil entre grupos raciales y regionales.

Esta violencia más bien general y sin objeto, pero por demás amarga, va a tener serios efectos. Primero que todo, confirmará los temores y vacilaciones de la mayoría de los blancos, inclusive aquellos que han alentado una benevolencia teórica y una buena voluntad paternal hacia el negro. Ello significará una severa y sistemática represión policial del negro, lo cual fortalecerá a los movimientos extremistas de los Musulmanes Negros y los Nacionalistas Negros. También creará una atmósfera favorable para la infiltración del comunismo, tal vez del tipo castrista y maoísta, en el movimiento negro de los derechos civiles que hasta ahora ha estado completamente libre de comunismo. Ello desacreditará a los líderes cristianos que han basado sus tácticas no-violentas en una apelación al amor y a una confianza ghandiana en la “buena naturaleza” del blanco. Los negros ya han tenido suficientes razones para pensar que la “buena naturaleza” del blanco es puro mito. A cualquier costo, el dogma básico de fe para el extremista negro es ahora la total e irreversible corrupción y maldad del blanco. Esto quizá quiera decir que el “kairos” en el sentido cristiano ha pasado. Es posible que el “momento favorable” y quizá la “última oportunidad” se produjo en 1963. El fracaso no fue precisamente de los cristianos como cristianos. Pero el Gobierno y los ciudadanos de Estados Unidos estuvieron demasiado inertes, demasiado lentos, confundidos y complacientes como para sacar ventaja de ella. Jerusalem no conoció aquellas cosas que eran para su paz. ¿Y ahora?…

Y ahora es posible que el país esté más seriamente amenazado que nunca antes en su historia.
Tal vez sea una exageración, una falsificación de la perspectiva, llamar a esta trágica situación una consecuencia del fracaso cristiano. Para comenzar, la aproximación al problema nunca ha sido inambiguamente cristiana. El cristianismo ha sido invocado por ambos lados, y como hemos visto, las motivaciones cristianas han llevado a heroicas expresiones del movimiento no-violento. Lo más importante es la progresiva falsificación y distorsión del “ethos” cristiano por parte de los conservadores y los racistas como resultado de la crisis racial. En esto hay una lección para los cristianos de todas partes.

Si hay ahora un muy activo fermento de cristianismo apocalíptico, obsesivo y conservador en los Estados Unidos, un cristianismo que abiertamente incita al “extremismo” como si fuera un bien positivo, y que más y más abiertamente se funda en una mística de la fuerza que no es otra cosa que un credo de “el poder hace al justo”, eso se debe en gran parte al hecho de que los auténticos principios cristianos han comenzado a resquebrajarse en la crisis de la nación. En algunos sectores, ha sido reemplazado por un seudo-cristianismo que es poco menos que una idolatría de clase, nación y raza. Esa es una reversión del tribalismo, mucho más completa, pues hoy ninguno parece tener plena conciencia del peligro de la idolatría como un pecado fundamental contra Dios y también contra el hombre. Resulta innecesario decir que si esta acusación de superstición tribalista es puesta al nivel de los grupos blancos religiosos y políticos, es igualmente aplicable a los negros. Ahora que el liderazgo parece haber sido arrebatado, en cierta medida, de las manos de negros que han logrado mucho de bueno para su gente, hay evidencia de que la resistencia negra se dividirá y volverá caótica. Hasta la fracción extremista, los Musulmanes Negros, que el año pasado lucía como una disciplinada unidad, se ha dividido ahora en dos grupos facciosos agriamente opuestos entre sí.

Uno de los caracteres más perturbadores de la lucha que se avecina, es la posibilidad de que sea completamente desordenada, desorientada, anárquica y sin objeto. Será una pura violencia irracional y completamente inútil en la que los principales damnificados serán los inocentes y los indefensos. Pero si hay un clima de idolatría entre los negros, la culpa es mayormente de los blancos fanáticos que han utilizado los medios de comunicación masiva para diseminar ese tipo de pensamiento por todos los Estados Unidos — a menudo en nombre del cristianismo!
El criterio del pensamiento “idólatra” es su supersticiosa confianza en la eficacia mágica de las palabras, los conceptos, las ideologías y las místicas. Hemos visto que en la crisis racial, la argumentación no es un proceso raciona} de pensamientos, sino un encantamiento tribal de fórmulas mágicas y simbólicas que dibujan su poder a partir de asociaciones inconscientes, y que son alimentadas por corrientes profundas de sexualidad y terror primitivas.

Cuando tal “pensar” prevalece, el propio concepto de Dios tiende a volverse idólatra, así también como el de Iglesia, Cruz, sacramentos y todo lo que forma el credo del cristiano.
Karl Rahner ha dicho acertadamente que hoy el riesgo de herejía no proviene de aquellos cuyas fórmulas doctrinales son falsas, sino de aquellos que aferrándose a una impecable
formulación de la verdad del dogma, viven de tal modo que la verdad es contradicha, minimizada y por cierto convertida en algo escandaloso a través de ese modo de vida. Esto no es, ahora, el viejo problema del fracaso ascético. El “derechista” cristiano puede, ciertamente, tener algo de asceta. Es sin duda un porfiador de la disciplina y el orden porque ello le permite dar rienda suelta a sus instintos agresivos y organizar la represión violenta de lo que considera malo.
El principal escándalo de esta especie de cristianismo perverso es precisamente su carácter idólatra, dado que su Dios es un dios falso, un ídolo, un tótem tribal erigido como símbolo y vindicación de ciertos intereses, necesidades y ventajas restringidas al ámbito de la tribu. El dios del racista sureño tiene, como primera función, la preservación de la privilegiada posición del blanco en el Sur. De allí la justiciera indignación de los sureños cuando pastores y sacerdotes hablaban (en ocasiones más bien raras) en favor de los derechos cívicos. Ello fue considerado casi como apostasía: “¿Por qué agitan todo este problema con los negros cuando tendrían que estar predicando sobre Jesús?”

La idolatría es un pecado contra Dios que abre el camino a pecados contra el hombre cometidos en nombre de Dios. Cuando Cristo vino como manifestación única del Padre (“Nadie llega al Padre si no es por mí.” – “Quien me ve, ve también al Padre.” – “Lo que hayas hecho al último de éstos, me lo has hecho a mí.”). Hizo imposible que el cristiane alzara en el cielo un ídolo en cuyo nombre podía matar y oprimir a su semejante en la tierra. Hacerle una injusticia al semejante, según el Evangelio, es hacerle mal y violen al Dios que en él mora. “Mas ex que tuviere bienes de este mundo, y viere a su hermano tener necesidad, y le cerrare sus entrañas, ¿cómo está el amor de Dios en él?” (I Juan 3:17) “Ninguno vio jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios está en nosotros, y su amor es perfecto en nosotros” (id. 4:12).

La obra de la maldad consiste en colocar ídolos en el lugar de Dios de modo que el hombre pueda hacer daño a su semejante en nombre de ese ídolo. Así, la imagen de Dios que es Su unidad en el hombre, resulta destruida y el ídolo reina en el sitio de Dios como Su caricatura. Esto es cierto no sólo en los Molochs y Baals del mundo antiguo: es todavía más cierto en los racismos, los nacionalismos y las variadas formas del mesianismo totalista que representan las idolatrías de nuestro tiempo, entre todas las razas y en cada continente.

La tragedia de nuestro tiempo consiste entonces en que el cristianismo es tentado para entrar al servicio de estos ídolos, y sucumbe a menudo a las tentaciones de las que hemos sido prevenidos en el Evangelio (ver Mateo 4:8-10).

Tal vez no seamos capaces de resolver los problemas de nuestra perturbada era. En verdad, haremos bastante si podemos empezar a comprender su naturaleza y su magnitud.
Una vez que hayamos hecho esto, nos daremos cuenta de … ou primera obligación como cristianos es resistir esta incorporación del cristiano a un sistema de superstición idólatra y tribalista, incluso aunque parezca apelar a los más elevados ideales cristianos. La piedra de toque no está en las palabras y las fórmulas que estos ídolos puedan invocar, sino en el respeto o el menosprecio del hombre. Hoy tenemos que reconocer que aquél que sincera y humildemente respeta y ama al hombre, aquél que busca la unidad y la paz humana, el bienestar común universal del hombre (Pacem in Terris) está (aunque sólo sea inconscientemente) amando y buscando a Dios.

Aquél que malquiere al hombre, que lo desprecia, que apela a la violencia y a la guerra para destruir a su semejante, aunque parezca que lo hace en nombre de Dios y de Cristo, en nombre de la libertad y la verdad, en nombre de los más altos ideales, ¿se permanece sospechoso de idolatría.

“Empero sabemos que el Hijo de Dios es venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es su verdadero: y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo.

Este es el verdadero Dios, y la “ida eterna. Hijitos, guardaos de los ídolos. Amén”.

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